El Club (2015)

Pablo Larraín: El Club (2015) Chile. Thriller dramático sobre las sombras de la Iglesia católica. Escrita por Pablo Larraín, Guillermo Calderón y Daniel Villalobos. Interpretada por Roberto Farías, Marcelo Alonso, Antonia Zegers y Alfredo Castro. 98 minutos. 

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Vio Dios que la luz estaba bien, y apartó Dios la luz de la oscuridad

En una apacible casa de La Boca chilena, a orillas del mar, llevan su día a día cuatro hombres y una mujer. Ella es la perversión hecha monja. Ellos; curas apartados del ejercicio. Todos han sido sacados de la escena pública por parte de la Iglesia católica. Son la oscuridad de la que habla Pablo Larraín en su primera imagen. Están silenciados, condenados. Pero no arrepentidos. Y nos lo dicen a la cara, en primera persona. Viven entre apuestas de galgos, rica comida y buen vino. No hay penitencia entre las paredes de su hogar. La violenta aparición de Roberto Farías -juguete roto por la educación religiosa- alterará, sin embargo, los esquemas diarios de esta gentuza. ¿Qué hacer? ¿Cómo reaccionar?

El cineasta escupe a la impunidad a través de la figura de un monumental Marcelo Alonso. Y lo hace analizando el germen de la maldad que surge en el interior de una institución que solo pregona bondad. Denuncia con sigilo, por cierto, el desvergonzado silencio de esta última ante casos de pederastia, de tráfico de menores o de cooperación con la dictadura de Pinochet. Miedo provoca la reacción de los protagonistas al intentar sostener su zona de confort. Todo resulta cínico y cruel: hiriente es el trabajo de Antonia Zegers y Alfredo Castro. Un puñetazo seco lanzado contra fantasmas que se vuelven tangibles gracias al inquietante alegato de Larraín.       

No (2012)

Pablo Larraín: No (2012) Chile. Cine político para describir lúcidamente la caída de Pinochet y el nuevo Chile que se adviene. Escrita por Pedro Peirano en base a una obra de Antonio Skármeta. Interpretada por Gael García Bernal, Alfredo Castro y Antonia Zegers. 116 minutos. 

Siguiendo las líneas maestras del cine de Patricio Guzmán, otro chileno, Pablo Larraín, decide relatar -ficción de por medio- un episodio histórico de la historia reciente latinoamericana: la caída del dictador Pinochet en Chile, año 1988. Después de su sangrienta llegada al poder y de aceptar ser el conejillo de indias estadounidense durante 15 años, la presión internacional exigía reciclar la imagen del régimen. De ahí el plebiscito… 27 días sin interrupción con 15 minutos diarios para el sí y otros 15 minutos para el no.

La película esconde una lucidez admirable. Todo gravita en torno a la figura de Saavedra, Gael García Bernal. Es él quien monitoriza la acción. Su figura se convierte en la clave para radiografiar como, poco a poco, va resquebrajándose el poder de Pinochet. Sin embargo, la caída que él promueve es una caída lenta, fría y amoral. Chocan las dos campañas, y la del No vende alegría. En la mejor escena del film, un político opositor vomita odio frente a la «alegría» que le impone Bernal. Es el reino del publicista, el apogeo del marketing: ellos tienen la llave de la democracia. 

La puesta en escena de Larraín es formidable. Viajas hacia aquellos años con naturalidad. Por ello ha empleado tecnología de la época, la estética de vídeo U-matic, en su rodaje. El guion de Pedro Peirano, basado en una obra de Antonio Skármeta, nos contagia toda la tensión que lo envuelve. Quedo cautivo frente al devenir de los acontecimientos. Y soy consciente, además, de lo que esa tensión esconde tras de sí: los nuevos viejos tiempos. A Pinochet lo tumba un tipo que se inspira tumbado en el piso de su aburguesada casa, embriagado por el sonido de un tren de juguete. El gesto de García Bernal, delatado íntimamente por la madre de su hijo, es monumental: retrata, diría yo, el pesar más absoluto. 

Lo que van a ver a continuación está enmarcado en el contexto social del Chile actual, son las palabras con las que Saavedra cierra sus discursos de publicista. En tres ocasiones se pronuncian en el film: en plena dictadura, a los ejecutivos de la bebida Free; en la antesala del plebiscito, a los políticos opositores; y en democracia, a otros ejecutivos comerciales. Nada ha cambiado entonces. De hecho, el mano a mano ha sido idea de Pinochet: impuesto desde arriba. ¿Hay opción para el cambio? La alegría que viene no es tal. El colorido del arcoíris no parece iluminar el futuro. Pero… qué hay más alegre que la alegría, qué hay más esperanzador que el arcoíris. Es el punto amargo con el que Larraín cierra este formidable relato histórico sobre la caída del dictador chileno y el punto y seguido que le sucedió.