Sergeant Rutledge (1960)

John Ford: El sargento negro (Sergeant Rutledge, 1960) Estados Unidos. Juicio en el far west para denunciar el racismo en los Estados Unidos. Escrita por James Warner Bellah y Willis Goldbeck. Interpretada por Woody Strode, Jeffrey Hunter y Constance Towers. 111 minutos. 

Finales del siglo XIX en el oeste de los Estados Unidos. El suspense salpica al western. El drama judicial está a punto de abrir sus puertas. Los testigos suben al estrado y los flashbacks se suceden. La narración de John Ford está servida. Woody Strode acapara la atención. Él es el sargento Rutledge: o lo que es lo mismo, el capitán Búfalo. Sobre este gravita la reflexión que desde el guion lanzan James Warner Bellah y Willis Goldbeck. ¿Acaso el negro no contribuyó a engrandecer la nación americana? El racismo se palpa en el ambiente: culpable. Sin embargo, el teniente Tom Cantrell -interpretado por Jeffrey Hunter– aviva la conciencia crítica. Confía en las bondades de aquel. El cineasta, agradecido, le guarda su recompensa: tendrá el amor de Constance Towers. El tribunal emerge, entre el sarcasmo y la socarronería, como el objeto de crítica de la cinta: racista, alcohólico e incompetente. El orden militar luce injusticia. Antes de llegar a un deslucido final, queda lo mejor del film. ¿Por qué no huyó? Ford vuelve a la familia, a la amistad, a la cercanía. Pincela sus fotogramas con humanidad: it was because the Ninth Cavalry was my home, my real freedom, and my self-respect, and the way I was desertin’ it, I wasn’t… nuthin’ worse than a swamp-runnin’ nigger, and I ain’t that! Do you hear me? I’m a man!

The Man Who Shot Liberty Valance (1962)

John Ford: El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shot Liberty Valance, 1962) Estados Unidos. Obra capital del western norteamericano. Escrita por James Warner Bellah y Willis Goldbec. Historia de Dorothy M. Johnson. Interpretada por John Wayne, James Stewart, Vera Miles, Lee Marvin, Woody Strode y Lee Van Cleef. Fotografía de William H. Clothier. 123 minutos. 

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Una carta de amor titulada como El hombre que mató a Liberty Valance. Supone explicar el western desde el western. La firma la pone John Ford: cátedra. Todo comienza con el ferrocarril, pulmón estadounidense. Este llega a un remoto pueblo del oeste, Shinbone, y del mismo descienden el afamado congresista Ransom Stoddard y su esposa, Hallie. Vienen a honrar la memoria de un viejo amigo, Tom Doniphon. Los reporteros del lugar, sin embargo, quedan extrañados: ¿qué hace aquí este hombre? ¿quién es el tal Doniphon? James Stewart toma asiento y comienza a hablar. Todos le escuchan… está a punto de contar la historia del hombre que mató a Liberty Valance. 

Retrocedemos en el tiempo. Donde ahora hay un ferrocarril antes había una diligencia. Así es como llegó, por primera vez, Ransom a Shinbone. Formado en la universidad -abogado de carrera- buscaba, como tantos otros, la prosperidad en el oeste. Ilusionado y ambicioso, pronto se topó con Lee Marvin: aparece el canon del salvaje oeste. Brutal escena. La tunda recibida no es cualquier cosa. ¿De qué sirve la ley aquí? La justicia se alcanza a golpe de pistola. Y estalla el conflicto: Stewart se empeña en imponer la ley y el orden conforme a los dictados del derecho mientras su salvador, John Wayne, le oferta dos opciones: empuña el arma o márchate. En el camino, la fotografía de William H. Clothier encuadra momentos inolvidables. 

Y los versos de Ford se desatan exultantes. ¿Con qué escena quedarse? Pincela una nostálgica postal sobre los viejos tiempos: la cantina, la casa de comidas, el periódico local… todo está en su sitio, sin saber, sin sospechar todavía que los raíles del ferrocarril cambiarán para siempre los cimientos de la civilización estadounidense. El guion de James Warner Bellah y Willis Goldbec raya la perfección: qué bien esbozan a todos los personajes… el comilón del alguacil, el periodista borracho, el negro que recita «la igualdad de los hombres», los benevolentes inmigrantes suecos y, por supuesto, John Wayne y Vera Miles. Ellos son el corazón de la película, disimulado entre hombría (el choque entre Wayne y Marvin), progreso (la vanidosa rabia de Stewart) y política (los granjeros contra los pequeños propietarios), figurado aquel en una simple rosa de cactus.

El cineasta se despide de un mundo que ya se ha ido. La melancolía que acompaña a John Wayne acentúa el sentimiento de esta historia. Es él quien acoge al desvalido peregrino. Es él quien guarda la sonrisa de la inocente camarera. Son las estrofas del humanismo de Ford. El far west pierde contra la modernización que arrastra consigo James Stewart. Ahora donde había un desierto aparece un jardín. El ferrocarril arrolla a la diligencia. Y solo queda una vieja casa quemada poblada de olvidadizos recuerdos. La nostalgia irrumpe y Ford recita una oda a los viejos tiempos: el hombre que mató a Liberty Valance conquistó el corazón de ella. No hay mejor victoria que esa. Preciosa historia.          

Cheyenne Autumn (1964)

John Ford: El gran combate (Cheyenne Autumn, 1964) Estados Unidos. Western que dignifica la figura del indio americano frente al genocidio perpetrado por el hombre blanco. Escrita por James R. Webb. Interpretada por Carroll Baker, Richard Widmark, Sal Mineo, Ricardo Montalbán y James Stewart. Fotografía de William H. Clothier. 154 minutos. 

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Los versos de John Ford nos trasladan al otoño de la tribu Cheyenne. El cineasta se aleja de la típica y racista postal del salvaje para dignificar la figura del indio americano. Emplea una inhumana travesía, de unos 3000 mil kilómetros, en la que esta tribu se aleja de las estériles tierras de la reserva de Arizona en la que han sido confinados, presos del hambre y la pobreza, para volver a su espacio originario -Yellowstone-, más fértil y caudaloso. Carroll Baker, profesora cuáquera, es la voz de la conciencia mientras Richard Widmark interpreta a un soldado que no tiene muy claro cuál es su deber: está en medio de una guerra (o mejor, una matanza) que no siente como justa. Brutal la imagen que nos llega desde Washington, números y beneficios es lo único que preocupa por allí. 

El excelente trabajo de fotografía de William H. Clothier, un clásico en el cine de Ford, no puede esconder, sin embargo, las limitaciones de la narración: el metraje es largo, enrevesado y con tendencia al tedio. Sobra, totalmente, la cómica anécdota de Wyatt Earp y Doc Holliday. Hay tendencia al desequilibrio, inoportuno resulta James Stewart. Con todo, el valor principal del film -una oda al humanismo- no queda deslucido. Es una revisión histórica digna de elogio: el autor le da voz -a la par que dignifica- al pensar indio, con todas las inclemencias y flagelos que estos tuvieron que soportar en nombre del progreso y la modernización. Es una película, casi entendida como un testamento cinematográfico, que posee un alma admirable. 

My Darling Clementine (1946)

John Ford: Pasión de los fuertes (My Darling Clementine, 1946) Estados Unidos. Intimista western, tan lírico como violento, para relatar el enfrentamiento en O.K. El Corral. Escrita por Samuel G. Engel y Winston Miller. Interpretada por Henry Fonda, Linda Darnell, Walter Brennan, Victor Mature y Cathy Downs. Fotografía de Joseph MacDonald. 102 minutos. 

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Si hay un duelo al cual el cine ha rendido pleitesía, ese es el del tiroteo en O.K. El Corral entre los hermanos Earp y la familia Clanton. En esa revisión histórica se sitúa la estética de John Ford, bañada en un lirismo que se percibe desde el primer plano. La fotografía de Joseph MacDonald comienza a dar indicios del recital que tiene preparado cuando, al inicio, conversa Wyatt Earp con el padre de los Clanton. Un asunto de reses sin acuerdo detonará la historia: el menor de los hermanos morirá violentamente. Y los Earp jurarán venganza. Estamos en Tombstone, Arizona.

Todos sabemos que han sido los Clanton, pero a Ford no parece interesarle el asunto. Diluye la épica del combate y, en su lugar, antepone la natural cotidianidad del pueblo. Así, conocemos a Doc Holliday sin saber si intercambiará sonrisas o disparos con Henry Fonda. Este, en cambio, va desarmado. Y ambos, además, defienden a Shakespeare en los recónditos paisajes del Far West. Son dos almas gemelas -brillante Victor Mature- enamoradas, quizás, de una misma mujer: Clementine, esa chica aventurada en una incansable búsqueda del amor. Genial la escena del baile con Fonda. Tanto como cualquiera de las escenas en las que Chihuahua, celosa cantinera interpretada maravillosamente por Linda Darnell, desata su mirada y sus temperamentales formas frente a ella. Es el quehacer diario de Tombstone, el mismo que ocupa los versos libres de este lírico relato. 

Pero claro, la tierna mirada de Fonda y su perfumada presencia quedan a un lado. También el tuberculoso perfil de Victor Mature. Igual que el último aliento de Linda Darnell. Llega el final, llega el duelo. La violencia, por fin y después de un largo paréntesis, aparece. Wyatt Earp guarda la memoria de sus hermanos. Guarda las lágrimas de su padre. Tiene a su lado a Doc Holliday, preparado igualmente para su último recital. Y apuntan al salvaje de Brennan, ese arisco hombre que ha criado a los suyos como si fuesen hienas, para honrar a la justicia. El resto es historia filmada, tan estupendamente, por la mano maestra de John Ford. 

The Grapes of Wrath (1940)

John Ford: Las uvas de la ira (The Grapes of Wrath, 1940) Estados Unidos. Drama social que habla sobre la resistencia y la esperanza. Escrita por Nunnally Johnson conforme a la novela homónima de John Steinbeck. Interpretada por Henry Fonda, John Carradine y Jane Darwell. Fotografía de Gregg Toland. Música de Alfred Newman. 129 minutos. 

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Una película que te deja sin palabras no es fácil de encontrar. Pinceladas de maestro dadas por John Ford, quien conforma un relato precioso, tan sentido y humano como melancólico. La figura central es Tom Joad, un ex reo interpretado maravillosamente por Henry Fonda, quien llega a su casa después de cuatro años encerrado. El panorama que se abre ante sí es sobrecogedor: nada ni nadie queda allí. Un loco, Muley, le ilumina los ojos. El capitalismo les ha vencido. No hay espacio para el pequeño granjero. Las grandes empresas y la banca no dan tregua: sin tierra, sin casa, tan solo les queda el camino, la carretera. Infelices y vagabundos que no tienen nadie a quien disparar con su escopeta. Tampoco nada a lo que agarrarse, salvo a la unidad familiar, a los lazos que les unen entre sí. Con esa riqueza, la única que le queda al náufrago, se marchan en busca de su lugar. No es, sin embargo, un camino fácil. Es el camino de la miseria. 

Los personajes de la película brillan solos, sin necesidad de efectismos. Deslumbrante Jane Darwell en el papel de madre coraje. Colosal, a su vez, luce la figura de John Carradine, ese predicador -Jim Casy- que ya no sabe, no conoce, sobre nada. Los bofetones se acumulan en el guion de Nunnally Johnson. Excepcional forma de recoger la humillación, de atestiguar la degradación de una persona. A veces, sin embargo, una mirada habla por sí sola. Y la mirada de Fonda reta, en su interior, a quien se ponga frente a él. Es el héroe, el principal, en este relato de Ford. La odisea que emprenden estos errantes desde Oklahoma hasta California -pereciendo familiares en el camino, recibiendo miradas afiladas como bienvenida, buscando un mendrugo de pan que llevarse a la boca- se baña entre las aguas del drama social y las de la poesía visual.   

El cine de Ford está del lado de los pobres, de los humildes, de los silenciados. Retrata maravillosamente la América propia de los años 30, esa que sucede al Crack del 29. Pincela al agricultor de Oklahoma, a esa familia afectuosa aunque poco besucona, para esculpir entre sus fotogramas esa emotiva reivindicación del lazo familiar. Los versos que, en esencia, componen esta narración se agarran a la poderosa fotografía de Gregg Toland para reivindicar, además, la lucha y las fatigas que acompañan al american dream, a esas personas que buscan trabajo hasta debajo de las piedras con la ilusión -siempre presente- de que un futuro mejor llegará algún día.