The fog of war: Eleven lessons from the life of the Robert S. McNamara (2003)

  • the-fog-of-warEstados Unidos
  • Cine político
  • Dirigida por Errol Morris
  • Escrita por Errol Morris
  • Interpretada por Robert S. McNamara
  • 105 minutos

Robert McNamara, él es el hombre que protagoniza este relato. Un combate, un mano a mano entre este octogenario estadista y un buen documentalista como es Errol Morris. ¿Conseguirá este último adentrarse en los oscuros pasillos que pueblan la mente del político? La tarea no es fácil, desde luego. McNamara es un tipo experimentado, curtido -literalmente- en mil batallas. Pero el cineasta va a por él. Escapa de cualquier atisbo nihilista. Quiere hacer sangre. Y en este devenir por la vida, obra y recuerdo de McNamara una palabra luce bajo un manto casi casi poético: guerra. Es una palabra que marcó la vida de este hombre. “It’s almost impossible for our people today to put themselves back into that period” dice él. Parecer querer justificarse, querer redimirse. En el fondo no es así. Robert McNamara no parece arrepentirse de nada lo que ha hecho. “Lo hice lo mejor que pude,” piensa él. Y aquí, en este contundente documental, están las once lecciones con las que él parecía querer despedirse del mundo. 

La política estadounidense ha tenido importantes nombres propios a lo largo del siglo XX. Y en esa lista, sin duda alguna, entra el de Robert McNamara. Ocupó el cargo de Secretario de Defensa durante siete años (1961-1968). Trabajó bajo las órdenes de John F. Kennedy y, tras la trágica muerte de este, continuó ejerciendo su cargo como máximo responsable del Pentágono durante la Administración de Lyndon B. Johnson. Antes de eso, había sido profesor en Harvard, había estado dentro del ejército estadounidense durante la II Guerra Mundial y había logrado ser el presidente de una gran compañía multinacional como Ford. Después de eso, entre 1968 y 1981, fue el presidente del Banco Mundial. Cuanto menos, Robert McNamara tiene un currículum lo suficientemente importante como para que nosotros, los espectadores, nos cercioremos de que merece la pena prestar atención a sus palabras. Este tipo ha sido una figura importante del siglo XX. Un estadista de hierro. Luce como un impoluto burócrata. Uno de los padres, además, en el campo de la ciencia política, del policy analysis. ¿Qué conclusiones podemos extraer de sus once lecciones?

Mi sensación final es la simple y llana inquietud. Me entra el vértigo ante las palabras de este hombre. En el fondo, como digo, siempre está presente la idea de la guerra. En tres puntos concretos me sobresalto con este tema: la II Guerra Mundial, la crisis de los misiles en Cuba y la guerra de Vietnam. En el primero de ellos, McNamara pone el foco de atención sobre el enfrentamiento bélico entre los Estados Unidos y Japón. Durante ese tiempo él ejercía una importante labor en las fuerzas armadas, pues era el encargado de maximizar la eficiencia de los bombardeos estadounidenses en territorio japonés. De sus palabras deduzco que, detrás de esa gélida pantalla en la que se esconde, aparece un hombre atormentado. “In that single night, we burned to death one hundred thousand Japanese civilians in Tokyo. Men, women and children.” Lo dice sin pestañear, sin que le tiemble la voz lo más mínimo, recordando el bombardeo sobre la ciudad de Tokyo en 1945. Las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki no fueron sino el punto final de una estrategia militar feroz, una estrategia orquestada por el General Curtis LeMay y en la que estuvo involucrado, como asesor de este, Robert McNamara. Antes de que aquellas llegaran, medio Japón había sido arrasado durante seis meses. Murieron muchos muchos civiles. “But what makes it immoral if you lose and not immoral if you win?” se pregunta McNamara. Y es un interrogante inquietante.

El segundo punto en el que conviene detenerse no es otro que la crisis de los misiles de 1962. Este acontecimiento pudo haber cambiado el rumbo de la historia. Un choque nuclear entre la Unión Soviética y los Estados Unidos hubiera ocasionado, en palabras de McNamara, “la destrucción de naciones enteras”. No es cualquier cosa, por tanto, que el protagonista de este documental contribuyese, a su manera, a evitar tal holocausto. McNamara siempre tuvo una actitud precavida en cuanto al uso de armamento nuclear. Él lo dice, se confiesa: “no soy tan inocente como para pensar que la naturaleza humana va a cambiar”. La guerra… siempre estará ahí. Sí, “las personas somos racionales” cuenta él mientras se apresura en apostillar la frase: “pero la racionalidad tiene límites.” Como buen estadista, temía las potenciales consecuencias que podía ocasionar la combinación entre el error humano y el armamento nuclear. “Any military commander who is honest with himself, or with those he is speaking to, will admit that he has made mistakes in the application of military power. He’s killed people – unnecessarily.” McNamara, pues, no esconde sus cartas. Y nos adentra en la angustia de aquellos días. Pincela la idiosincrasia de Kennedy, de Kruschev. Uno percibe la astucia con la que McNamara se involucró en todo aquello. Y sí, da miedo pensar en cómo de diferente podría haber sido la historia. Es la puerta que nos abre este político sin sutileza alguna. Acuchilla con rabia al General LeMay y a Fidel Castro. Si por ellos fuera, nos cuenta, probablemente la historia de la humanidad hubiese sido totalmente diferente a como la hemos conocido a partir de 1962.

Y llegamos a Vietnam. A aquella guerra tan dolorosa para los Estados Unidos. Aquí McNamara esquiva astutamente los golpes más duros. Se pincela a sí mismo como un hombre que quiso evitar todo aquello. Honra la figura del presidente Kennedy (incluso le añade, curioso, lágrimas al asunto) y deja en una situación delicada a Lyndon B. Johnson, a quien parece responsabilizar de todo aquel desastre. En un sentido u otro, la realidad no puede esconderse: McNamara fue partícipe de todo aquello. Si en el 62 había logrado rehuir el conflicto, en Vietnam erró en sus intenciones. No supo persuadir a Johnson. No supo entender la magnitud de todo aquello. No fue, así lo podemos decir, un buen estadista en esta ocasión. Y él mismo lo reconoce, desvelando una conversación -acaecida en los noventa- con su homólogo vietnamita en aquel conflicto: “no nos entendisteis, no comprendisteis al pueblo de Vietnam” le cuenta su compañero. Para McNamara Vietnam era una pieza más en el tablero geopolítico de la Guerra Fría, una pieza con la que evitar el avance soviético en esta región. Para el militar vietnamita, en cambio, aquella guerra simbolizaba la liberación de Vietnam, de un país que no quería ser sometido, colonizado. Así veían ellos a los Estados Unidos, como una nueva Francia. Vietnam era Vietnam, no quería rendir sumisión ni a China, ni a la URSS ni mucho menos a los Estados Unidos. McNamara, y tantos otros, fallaron. La comunicación y el buen hacer que había evitado la catástrofe en 1962, era ahora el reverso con el que Estados Unidos escribía uno de los capítulos más tristes de su historia.

Así se llega al final de este documental tan tan personalista. Es Robert S. McNamara hablando, principalmente, sobre la guerra. Dando su propio testimonio, su propia opinión. Con su alegato queda reflejado parte del siglo XX, parte de la historia de los Estados Unidos y parte, también, de la propia naturaleza humana. “I think the human race needs to think more about killing. How much evil must we do in order to do good?” reflexiona públicamente mientras se prepara para recapitular su mensaje: “a lot of people misunderstand the war, misunderstand me. A lot of people think I’m a son of a bitch.” Son sinceras palabras que lanza un hombre que, de una manera u otra, propició la muerte de millones de personas a través de sus decisiones. Muertes que pesan sobre su conciencia, sobre su sentido del bien y del mal. En el fondo, le hubiese gustado que aquellas palabras de Woodrow Wilson sobre la última de las guerras se hubiesen hecho realidad. Pero no fue así. La historia no respetó aquel sueño. Y en vísperas de su adiós, a McNamara le da por echar la vista atrás y reflexionar. No creo, en todo caso, que esté pidiendo perdón. Tampoco busca la redención. Simplemente dice no saber nada. Dice volver a estar, después de tantas fatigas, al principio del camino. Dice estar perdido en la niebla de la guerra. Y así me siento yo cuando finaliza este cuento de terror.