Barry Lyndon (1975)

Stanley Kubrick: Barry Lyndon (íd., 1975) Reino Unido. Drama de época. Escrita por Stanley Kubrick. Novela de William Thackeray. Fotografía de John Alcott. Interpretada por Ryan O’Neal, Marisa Berenson y Gay Hamilton. 183 minutos. 

Barry-Lyndon

Redmond Barry, procedente de una familia humilde pero honrosa, es criado en torno al mundo de las leyes. Su destino, en principio, es ser un jurista reputado en la Irlanda del siglo XVIII. Sin embargo, le pierde la inocencia romántica. Se ha enamorado, por primera vez, de Gay Hamilton, su prima. Por ella, reta al pretendiente de esta. El duelo -juventud frente a madurez- es suyo, sale victorioso. También acepta la consecuencia: escapar frente al peso de la ley. Le espera una vida errante y desventurada. Primera parada, alistarse en el ejército británico en la guerra de los Siete Años. Le queda -después- la deserción, el ejército prusiano, las partidas de cartas con el Chevalier y, al fin, su aspiración por conseguir un título nobiliario. De esta forma, Stanley Kubrick disecciona el auge y la caída de este (a mis ojos) entrañable tipo. Desde el fango irlandés hasta el cielo inglés sin abandonar nunca el camino de la desgracia. Todo muy gris y tristón, como maldiciendo el recuerdo de aquella época y lugar. 

El cineasta se sirve del excepcional trabajo de fotografía de John Alcott: asombran los paisajes y la natural iluminación. Todo parece de postal, porque lo es. En el fondo, sin embargo, late una crítica a esa sociedad decadente e hipócrita que dice adiós: la nobleza británica está en el disparadero. La honra a la guerra, el enfermizo papel de la religión y la vacuidad que acompaña a los tapices, las mansiones y las obras de arte son las sutiles notas con las que aquella queda castigada. La Europa de aquel entonces queda muy bien retratada, incluyendo las esporádicas apariciones de los silenciados: la amante holandesa que anima el camino, o los mercenarios prusianos que malviven y combaten en el ejército. Todo está en su sitio. Y luce, especialmente, Lady Lyndon. O lo que es lo mismo, Marisa Berenson. Su flirteo inicial -magníficamente escenificado por Kubrick- termina en unos ojos llorosos, melancólicos y, por qué no decirlo, con un punto dementes. Es la derrota del desamor, entregada frente al engreído y temperamental Ryan O’Neal, ahora ya sí conocido como Barry Lyndon, la versión menos entrañable de aquel joven irlandés. 

La recreación del contexto es admirable. La película se asemeja a un lienzo en movimiento sobre la Inglaterra del XVIII. Los decorados, el vestuario, el maquillaje… a la factura técnica y artística no se le puede reprochar nada. Pero, al final, esto va sobre él. Y no es fácil conseguir que tres horas de cine no se hagan pesadas en ningún momento. Mérito del autor y, también, de Ryan O’Neal. Este despierta (para no soltarla) la empatía gracias a su picaresca y coraje inicial. Luego vienen los golpes de la vida, pero aun en su momento más despreciable -reconvertido a cínico cortesano- tiene ese punto bondadoso como sentimental padre. Es en la despedida del pequeño muchacho donde Kubrick alcanza la excelencia: emoción pura, sin sensiblería alguna. Ahí, para mí, termina la burlesca odisea de este hombre.