Chariots of fire (1981)

  • mpachariotsoffireposterReino Unido
  • Deporte
  • Dirigida por Hugh Hudson
  • Escrita por Colin Welland
  • Interpretada por Ben Cross, Ian Charles y Nigel Havers
  • 123 minutos

Cuando hablamos de Carros de fuego, hablamos de una cinta célebre. Es un relato apasionado, emotivo y… sí, muchos la tienen inscrita en esa particular lista donde cada cual coloca sus películas favoritas. No es mi caso, pues no es un historia que me haya marcado especialmente… salvo por una cosa. Es la excepción que toda regla tiene, y aquí adopta un nombre, un nombre de peso: Vangelis. Ya en la propia cabecera del film uno logra disfrutar de la maravillosa composición del músico griego. Es una partitura inolvidable que ayuda a enmarcar una escena, la protagonizada por el grupo de atletas británicos corriendo a lo largo de la playa, que forma parte de la historia del cine.

Se me hace raro comprobar que en 1981 la estatuilla al mejor film de la temporada fue a parar a manos de esta producción británica. Quizás, la del 81, sea una de las peores cosechas que uno pueda recordar, pues la terna de candidatas no era nada del otro mundo: El príncipe de la ciudad; Ragtime; En el estanque dorado; Rojos; La mujer del teniente francés… películas correctas todas ellas, como correcta es Chariots of fire, pero sin llegar a la excelencia por parte de ninguna. Entre todo ese amalgama de temáticas, terminó por imponerse una película deportiva, pero, como decimos, sin atisbar en ella la grandiosidad que, en líneas generales, acompaña a la ganadora de dicho galardón. 

No castiguemos, en todo caso, a este espléndido relato, pues uno no puede más que aplaudir al finalizar el recital brindado. Una película de remarcado espíritu deportivo que, sin tapujo alguno, desentraña una forma de vida, la del atleta. Aquí, idiosincrasia particular del film, se le añade el matiz británico, y lo hace a través de dos personajes concretos: Harold Abrahams y Eric Lidell. Ambos tienen el futuro en sus manos, uno es inglés y el otro, escocés. Tan solo tienen una meta, una ilusión: disputar, competir y vencer -en definitiva eso buscan, vencer- en los Juegos Olímpicos de París de 1924. El currículum académico y el futuro profesional están al margen. Dios, el Rey, la nación y sus propias ambiciones moldean, en un orden u otro, el carácter de ambos atletas. De esta manera, Colin Welland pincela los personajes desde el guion sin que la cosa le quede ni muy superficial ni muy elaborada. Es decir, un equilibrio bien resuelto en el que, gusto personal, me quedo con el personaje al que da vida tan meritoriamente Ian Charleson

Una película orquestada desde la emoción. El director, Hugh Hudson, realiza un decoroso homenaje a la perseverancia, a los sanos valores que acompañan al deporte y al hecho de cómo podemos encauzar nuestras metas a través del mismo. Así, apasiona la devota fe con la que Eric corre en cada entrenamiento, o la válvula de reconocimiento social que supone para Harold una medalla de oro. En un sentido u otro, y con cierto tono ambiguo, lo que aquí se expone es una digna referencia al mens sana in corpore sano. Todo ello bañado con la atemporal pompa británica. Una historia sentida en la que, conviene recalcarlo nuevamente, brilla con un fulgor especial la partitura de Vangelis.